¿Os habéis dado cuenta de lo que tememos al microscópico virus? El mundo se ha parado en seco, ante su presencia. El impacto es colosal.

Hoy he descubierto un nuevo efecto, no descrito –hasta ahora- causado por este complejo organismo.

He dormido mal. Bueno, regular. Mal, sin duda. A las tres de la madrugada he tenido la necesidad de levantarme. He recordado que no había conectado la alarma. ¡Ay, Señor! Esto nunca me había pasado.

Lo bueno es que, la “costumbre” o la “rutina” de una vida dedicada a la medicina, ha conseguido que tenga la capacidad de despertarme y mantener, casi, la lucidez. Me vuelvo a la cama y sigo soñando, como si nada.

Eso sí, he notado que, desde hace unos días, el pie derecho me duele. Pienso en la artrosis y en la levedad del ser humano.

He vuelto a despertarme a las cinco, un “plop” de esos que te dejan en blanco y desconoces su causa. Sin embargo, percibes, justo al segundo, que a la cabeza llegan tus últimas preocupaciones, todas ellas cargadas de negros nubarrones y, como consecuencia, comienzan las palpitaciones, la tensión en ambas sienes,  el dolor de cuello. Y tu esposa que te dice: “duerme de lado, cariño”. Por lo de la apnea. Ya sabemos.

A las siete y media, aun no sé por qué, suena el despertador del móvil. Móvil que nunca está donde se supone lo dejé al principio de la noche, normalmente a las once, cuando el día parece haber terminado y un pequeño cansancio me come los riñones. Pero tienes la radio y un libro que te relaja hasta que el sueño entra. Y el sopor llega, sin enterarte. Y después, lo que he escrito.

Hoy me he levantado un poco más fatigado. Fatigado en el sentido de “reventado”.

La gerontología me ha cautivado durante cuarenta años y…como  doctor, puedo llegar a comprender circunstancias que le suceden a un  cuerpo de setenta y tres años, sin darle más vueltas.

Y, ya digo, lo extraordinario es que, hoy, me he sentido abatido, como si la vida se hubiera enlentecido, o apagado, un poco. O mucho. Depende.

Al entrar en el baño nunca me miro al espejo hasta que no chapuceo la cara con agua bien fría. Varias veces. Luego, las gafas y, entonces, sí, me fijo.  Y a continuación la riña, lógica, de mi esposa: “¡Todo lo llenas de agua!”

Al encarar la luna del espejo, suelo ver una cara sonriente, ciertamente guapa. Bueno, cada cual ve lo que quiere ver y muy en relación con su estado de ánimo.

Mas, hoy no he reconocido a quién me miraba desconcertado. Y era la imagen reflejada.

¿Quién eres? Le he preguntado al viejo que se mostraba en aquella ventana.  ¿Quién eres? Impregnado, aun, de ese sueño interrumpido varias veces y que ese hombre arrastra a estas horas. Y me fijo. Y vuelvo a clavar la mirada en ese rostro que me mira inquieto.

¿Soy yo?

Le pregunto a mi compañera, que debería estar de mí hasta el moño y sin embargo aún me quiere ¿Quién es ese? Y se ríe. ¡Un viejecito!

Llevo algo más de un mes de confinamiento. ¡Qué bien!, pensé al principio. Tiempo para leer. Tiempo para escribir. Tiempo para amar…

Tiempo de notar que en mi rostro han aparecido nuevas arrugas. Ah, «Vanidad de vanidades», dijo el predicador, «todo es vanidad». Lo repito.

Y, lo cierto es que no me siento solo. No estoy solo. La soledad no es mi problema, como así la sufren tantas personas mayores, un número cuya cifra produce escalofríos. Una terrible realidad. (Allá afuera).

Lo publique en abril de 2018, en el diario Información de Alicante.  “  Els Papers de finançament. Ancianidad, soledad y nuevas tecnologías”. La base del informe no era mía, procedía del departamento dependiente de Instituto Valenciano de Investigaciones Económicas, que anunciaba que casi el 30% de la población valenciana estaba en riesgo de pobreza o en exclusión social, como consecuencia, dije yo en el artículo –tal y como decía el documento de la Generalitat-, de un déficit importante en la financiación autonómica. «Les dificultats han sigut més grosses a pesar de la major prioritat atorgada per algunes». Si aplicamos, dije, sensu stricto, las cifras a ciudadanos de más de 70 años, podríamos llegar a la conclusión de que en nuestra Comunidad, de más de cinco millones de personas, al menos unos 200.000 mayores se encontrarían en esa situación marginal, de los cuales más de 18.000, sobrepasarían los 85 años. Es terrible. Y más terrible, que tenga que recordarlo rememorando un papel del 18. Una “memoria histórica”.

Pero a mi eso no me toca, más que en el aspecto de la lucha mantenida desde la Asociación Gerontológica del Mediterráneo, reivindicando a los políticos, a la administración, que mire hacia ellos.

Tengo que dar gracias a Dios, yo, que me mantengo relacionado con mis amigos mediante el wasap. “Resistiremos. Buenos días”. Emoticonos, caritas amarillas de sonrisa franca y un largo, pesadísimo a esta altura, muestrario de chistes, noticias, contra noticias, “fake news”, y las benditas imágenes de las personas a las que quieres y que te llenan ese  corazón sometido al confinamiento.

A mí no me toca esa soledad solitaria provocada por el Covid. No me hiere, de momento. Sí que me hurga el alma y me obliga a clamar, llorar, porque me zarandea los sentimientos sociales que aún conservo.

A mí no me toca, porque vivo entre llamadas y video-llamadas. A mis hijas, como otros  a los suyos. A los nietos.

Y me sorprende la grata noticia de que mi último libro será publicado. Que es en una muy importante editorial. Un orgullo.

Pero, aun así, la imagen que el espejo me devuelve es la de un hombre cansado, envejecido. ¿Por qué en el curso de estos días y a pesar de todo?

Odio decir: ¡No puedo más!  Pero, ¿qué digo, entonces?

Ay, que este virus tiene un puño traidor, que golpea y no cursa por el camino que los científicos estudian con empeño. La soledad del aislamiento, como un gusano que te va comiendo el alma, poco a poco, sin que te enteres.

Y, si esto que siento -pregunta mi conciencia-,  es soledad, ¿qué es lo que sienten los que la sufren de verdad. Soportan ese abandono que, nosotros los responsables, hemos denunciado tantas veces a una Administración sumida en sus múltiples problemas?

Es al tiempo que lo notas. El microbio  Covid-19 no  solamente provoca fiebre, tos, fatiga. No solamente puede tener a bien llevarte al inframundo para acabar en el espacio eterno de la Comunión de los Santos.

Cuando te miras al espejo y te preguntas, dime, por favor, ¿quién soy? , te das cuenta de que en este mes y pico, que me parece un siglo, la vejez me ha secuestrado. Y la pregunta cambia: ¿Quién eres? Y me lo digo a mí mismo.

Y te duele el pie derecho. Y sientes el desánimo y cómo el virus te come ese espíritu inquieto que siempre te ha movido.

Un nuevo síntoma que emerge de la capacidad de un bichito que, incluso sin tocarte, es capaz de impactar en tu propia vida.

La soledad, a pesar de la técnica. Porque, ¿dónde queda el calor del abrazo, del beso o de la caricia? O de la palabra amable del vecino…

Pero, ¡atención! Hay defensa. No un antibiótico del tipo de los macrólidos. No un antiviral como el favipiravir.

Un respirador.  Sí, el más importante: La modernidad que te permite hablar con los tuyos. Verlos correr y reír.

Y la facultad, gran don de la persona, de imaginar.

Ayer dos de mis nietos me decían por video conferencia: “¡Abuelo. Cuándo esto termine, nos iremos toda la familia a Rio Mundo!”

“¡A Roma nos iremos”. Les respondí. Y noté que recuperaba las fuerzas para seguir viviendo con ilusión. Al menos con la ilusión de los niños.

 

Francisco Mas-Magro Magro

Vicepresidente de la Asociación Gerontológica del Mediterráneo